Vuelven los 80


Han pasado veintisiete años, que se dice rápido, y anoche faltaban los pupitres, la pizarra y las tizas. Tampoco había libros ni cuadernos. El mapa de España, ese que situaba a Canarias por debajo de las Baleares, cerca de Argelia, y que separaba Castilla la Nueva de Castilla la Vieja, tampoco colgaba de la pared. No estaba tampoco el crucifijo colgado encima de la pizarra, ni nos obligaron a rezar el Padrenuestro. No cantamos el himno de España (sí, el himno tenía una letra) ni formamos para arriar la bandera al terminar.


Pero estábamos casi todos los apelidos. Sí, antes no teníamos nombres. O sea, claro que teníamos, porque todos, absolutamente todos, estábamos bautizados. Pero para todos éramos apellidos. Estaban Expósito, Ginard, Ramiro, Linares, Ayala, Llompart, Aguiló, Noval (este era su segundo apellido, tal vez porque el primero, Pérez, era demasiado corriente), Piqueras y un largo etcétera hasta completar casi treinta. Y estaba también Ramis, o sea, yo.


Voy aclarando. Ayer hubo una cena de alumnos de una antigua promoción del Colegio Nacional Mixto Joan Capó. En concreto los que en mil novecientos ochenta y uno abandonaron el centro tras superar, o no, la Educación General Básica.


A algunos hacía justo ese lapso de tiempo que no los veía. De unos me acordaba, de otros tengo que reconocer que no. Aunque no sé si fue por la cena o por convicción, al final me sonaban todos los apellidos: Marí, Terrón, García, etc. Yo fui uno de los medio-recordados por los demás, o sea, como todos, algunos se acordaban de mi y otros no. Particularmente no parecí muy familiar a las chicas, pero es normal, yo con ellas no tenía apenas trato y cuando, por casualidad o por ser simpáticas o extrovertidas, como le pasaba a Piqueras, se dirigían a mí, yo lo único que hacía era ponerme rojo como un tomate maduro. Al parecer a los que se acordaban de mi les sorprendió mi nueva altura. Vale que a los catorce yo era un taponcete, el más bajo de la clase, pero ahora en la cena, veintisiete años después, ya estaba en la media de la clase. Y es que ese intervalo da para crecer bastante. Esa fue la parte positiva. La negativa fue cuando una de las profesoras que estaban, me recordó que, a parte de más bajito, antes era también más rubio; condición que al parecer también he ido perdiendo para volverme un vulgar castaño. Y es que, claro, no todo iban a ser ventajas en el crecimiento.


Pues nada, que si las circunstancias lo permiten seguiremos con la costumbre de, como mínimo, celebrar una cena anual. Al menos hasta que nos demos cuenta que, en realidad, no somos los que éramos y más bien somos extraños para los demás, aunque, vale, compartimos esos ocho años de colegio, algo que, a veces, parece pertenecer al pasado más remoto.


... la carpeta en el pecho
protegiendo su pudor
fotos de su ídolo
¡ahí las tengo! ...
En audición: Mamá "Chicas de colegio"


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